Mi
padre estaba petrificado, con la boca abierta, mientras la sopa
chorreaba desde la cuchara detenida a centímetros de su boca.
-En
ese tiempo no le llamábamos bulling-
nos contaba mamá.
Mis
hermanos y yo estábamos fascinados con su relato.
-Y
a mi mamá se le ocurrió que el peinado de la Twiggy se veía
bonito, así que no encontró nada mejor que cortarme el pelo igual
que a la modelo gringa.
-Entonces
la culpa la tuvo la abuela- dijimos casi a coro.
-¡Cierto!-
dijo ella con una expresión de asombro, -ella tuvo la culpa-.
-A
tu abuelo lo cancelaron en la salitrera de Juan Soldado, así que nos
vinimos de La Serena a Santiago, al paradero 18 de la Gran Avenida, y
a mí me gustaba ir a jugar a la plaza de la calle Fuenzalida
Urrejola.
-¿Donde
vivía la tía?- preguntó mi hermana.
-Así
es- continuó mi mamá, -y un día llegaron unos hermanos a jugar a
la plaza, y me empezaron a hacer burla por mi peinado, me gritaban
"la pelá" cada vez que me veían.
-¿y
qué hiciste para defenderte?- preguntó mi hermano menor.
-No
mucho-, contestó mamá, -porque cuando trataba de pillarlos para
pegarles se arrancaban y me gritaban de lejos.
-Y
las otras personas en la plaza, ¿no hacían nada?- preguntó mi
hermana con rabia.
-No
poh-, contestaba decepcionada, -para ellos era una pelea de cabros
chicos nomás.
Luego
puso cara de nostalgia, recordando.
-Pero
mi papá...- y nosotros nos acomodamos para escuchar la historia de
otra fabulosa intervención del abuelo; -se le ocurrió enseñarme a
pelear y a tirar piedras en el sitio trasero de la casa.
-¡Eso
m'hijita! ¡Que ningún mocoso patipela'o se atreva a molestarla de
nuevo!- me
decía para envalentonarme.
Aprendí
a tirar piedras con una puntería que pa' qué les cuento. Así que
un sábado me puse a esperar a que aparecieran los hermanitos para
desquitarme con mi nueva arma secreta. Cuando
por fin llegaron, me paré en una esquina de la plaza con una piedra
en cada mano y varias más de reserva en los bolsillos de mi
delantal.
Y
luego continuó.
-¡Díganme
algo ahora!- les grité, -y parece que se asustaron porque se
quedaron inmóviles mirando para todos lados. Y cuando se aseguraron
que no había peligro empezaron a gritarme como siempre: ¡La pelá!
¡la pelá! ¡la pelá!
Entonces
le hice puntería al que estaba más cerca y le tiré la piedra...-
dijo, y se quedó callada como evocando y disfrutando su recuerdo.
-Y,
¿qué pasó?- gritamos todos impacientes.
-Le
tiré con tan buena chuntería
que le ví rebotar la piedra en la cabeza.- dijo con orgullo.
Mis
hermanos y yo nos reíamos a carcajadas, orgullosos de nuestra madre.
Y todos volvimos nuestra mirada hacia nuestro padre esperando que le
dijera algo con el mismo orgullo que nosotros sentíamos.
Mi
padre estaba petrificado, con la boca abierta, mientras la sopa
chorreaba desde la cuchara detenida a centímetros de su boca.
Lentamente
se llevó la mano a la cabeza para levantarse el pelo y dejar al
descubierto una cicatriz redonda en la parte izquierda de la frente.
Con
los ojos muy abiertos y balbuceando con incredulidad dijo:
-Tú...
tú... ¿tú eras la pelá del 18?
Basado en una historia real, la de mis padres.
Para el taller Narrativa y Ciencia Ficción, Calama Noviembre 2014.