octubre 20, 2016

Serena Soledad

Me sonreía desde el otro lado del salón, y yo me daba buena cuenta de mi estúpida sonrisa para corresponderle porque no quería demostrarle el interminable recuerdo de su estampa en mi retina ni el afilado recuerdo de su risa que lastima mis oídos con su ausencia ni que mis latidos aún marcan su ritmo.

La veía etérea, como si volara apoyada en mi corazón de humo.
La oía lejana, como si huyera de mis palabras mudas.
La sentía profunda, como si escarbara en mis recuerdos olvidados: las olas rompían en la orilla en sincronía con nuestras risas, El Faro longevo testigo de la fría mañana y del calor de nuestras miradas; el desnudo mármol sonreía con gracia a nuestro paso, y los señoriales edificios envidiaban nuestra complicidad.

El beso de despedida no lo fue sólo del encuentro, sería también ignoto presagio de la lápida que, sin nosotros saberlo, se forjaba sobre el fuego de nuestros corazones núbiles e ingenuos.

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